13 octubre 2006

La segunda vez que estaban juntos y la primera que estaban tan cerca

Lo que queda grabado en la memoria de un niño, fruto o no de su imaginación, es, para él, mucho más real que la propia realidad. Esta mañana, he fotografiado las luces verdes y rojas, porque el lugar existe, sigue existiendo, y los personajes también.

08 octubre 2006

El niño (2/3)

Empezaron a caer unas gotas de lluvia, que le dieron al Paseo de Extremadura un aspecto aún más triste. En el atasco de subida, el muchacho se preguntaba para qué servirían esas aspas rojas y flechas verdes, señales luminosas que nunca había visto antes. Todo era nuevo para él, pero los cambios no son siempre agradables cuando tienes doce años. Y cambiar de país, de amigos, de colegio, de idioma, no era fácil. “Papá, ¿qué quiere decir esa señal ddoja?”. La maldita “erre” se le seguía resistiendo, con un agravante: ya no estaba la mano de su madre, y ahora tenía que enfrentarse a las burlas de sus compañeros de colegio. Edad cruel. Su padre le respondió con desgana: “Señala carriles no habilitados en el sentido de la circulación, éstos se van alternando en función del tráfico”. (“Caddiles, Tdáfico...”) desistió, su lengua torpe no obedecía a la orden de: “vibra”, y se sumergió de nuevo en sus pensamientos. En algo no había cambiado: seguía siendo un soñador, y ahora se imaginaba que las luces se ponían a jugar, cambiando de aspecto y color cada cinco segundos para crear un pequeño caos en el tráfico, que ya era caótico en 1977.

El coche se detuvo ante la luz roja de un semáforo. Una familia cruzó por el paso de cebra. Delante iban los padres, protegidos por un paraguas, y detrás de ellos, tres niñas. Las dos mayores tenían agarrada de la mano a la más pequeña, tirando de ella como si fueran una pareja de la Guardia Civil que acaba de pillar en alguna trastada a una delincuente. La pequeña arrastraba los pies y su paraguas de juguete, que ni siquiera había abierto, se iba destrozando con el roce del asfalto. Tendría unos seis años, y por cierto, era muy guapa.

Desde el coche, el muchachito desubicado observó su caminar destartalado, y probablemente algo le llamó la atención, pese a la imagen levemente distorsionada por el efecto de la lluvia en el cristal. La niña también se paró, y giró su cabecita. Sus miradas se cruzaron, pero cuando él intentó abrir la ventanilla para verla mejor, su padre le disuadió con un grito. “¡Juan-José! Cierra.”

Al mismo tiempo, las hermanas de la niña guapa tiraron de ella para que avanzara y sus bracitos se tensaron, obligándola a seguir caminando y mirar hacia delante.

Se fijó en sus calcetinitos, uno subido y otro bajado, cuando un relámpago iluminó la ciudad. La niña alzó la vista hacia el cielo, él también lo hizo, y las trayectorias de sus ojos coincidieron en una nube con forma de chocolatina.

La luz verde del semáforo se encendió, enfadada porque una vez más, no había conseguido coincidir con su adorada luz roja, a la que amaba en silencio, pese a la distancia y a la eterna presencia de Ámbar, esa luz corta que sólo servía para separarles o para parpadear (porque no tenía las ideas claras).

Los padres de la pequeña la regañaron cuando pisó –a conciencia- un charco, y se puso perdida, y sobre todo, la regañaron porque había puesto perdidas a sus hermanas. Ella miró al suelo, orgullosa de su hazaña, y se regodeó en las salpicaduras de sus hermanas con cara de angelito travieso, como una pequeña Cenicienta que conoce el futuro.

Pero el coche arrancó, y sus vidas, aunque se habían vuelto a rozar, se distanciaron de nuevo. Con la radio de fondo, sólo se oía el sonido del motor, el golpeteo arrítmico de las gotas de agua contra la chapa, y la voz tenue del muchacho canturreando la canción que emitía la emisora, sonido “disco”, finales de los setenta, sin pensar que era la segunda vez que estaban juntos, y la primera que estaban tan cerca.