14 septiembre 2006

El niño (1/3)

El pequeño caminaba apresuradamente para no perder el ritmo que le marcaba su madre. Sus diminutas piernitas delataban su edad, unos seis años. Hacía frío, era invierno en París. Si no recuerdo mal, esta historia ocurrió en diciembre, a mediados. Lo sé porque la ciudad entera se había puesto las mejores luces para celebrar la Navidad como se hacía antes: con alegría. Pasaron al lado de una casa de color rojo y el pequeño se quedó mirándola. “Doja, mamá, doja”. “Sí, rrroja, hijo. Anda, camina, que llegamos tarde”. El niño volvió a sus ensoñaciones, su imaginación desbordante le llevó a pensar en cosas rojas: una camiseta, una fresa, una cereza, un limón… perdonadle, sólo tenía alrededor de seis años.

Se subieron al autobús número 14, el que les llevaría hasta su lugar de destino. Encontraron sitio para sentarse, y el muchachito pegó su nariz al cristal para fijar su atención en el logotipo de una caja de ahorros, muy de moda a principios de los setenta, que aparecía en un cartel de la parada. “Regarde, maman, un écureuil”. “Ardilla, es una ardilla”. “Addilla”, repitió con dificultad el pequeño. Y su mente se fue hasta un bosque lleno de addillas dojas.

Se bajaron diez paradas después y llamaron a la puerta de una pequeña casa destartalada, con un jardín descuidado, en las afueras de París. Sin embargo, y pese al aspecto deplorable del entorno, olía bien. Les recibió una señora mayor, amiga de la familia, quien permitió al chavalín que se quedara jugando en el jardín, siempre que no se desabrochara el abrigo reciclado de su hermano mayor que le resguardaba del frío. El crío se sentó en una piedra, junto a un enorme castaño, y se puso a mirar al cielo. Como casi siempre, había nubes, muchas nubes de algodón, que le recordaron primero una de sus golosinas favoritas. Pero, tras un rato de observación, las nubes fueron formando imágenes en el cielo gris de la ciudad. La primera fue algo parecido a una letra, que el pequeño dibujó en el aire, sonriendo. Después, otra nube mucho más compleja le hizo fruncir el ceño hasta que la imagen se formó en su pequeño cerebro. Era una nube en forma de princesa, muy parecida a la de un cuento que andaba por su habitación. “Une princesse”, dijo en voz alta, como hacen a veces los niños solitarios. Por fin, una tercera nube, la más grande, se fue desvaneciendo sin que él se diera cuenta que estaba anocheciendo, hasta que desapareció dando paso a una hermosa luna. Volvió a sonreír y un escalofrío recorrió fugazmente su espalda; mientras, una estrella en el cielo pareció brillar por un momento con mucha más intensidad. Pensó que esa estrella debía encontrarse a más de mil kilómetros, porque los niños saben que el universo no es tan grande como lo dibujan los mayores (qué sabrán los mayores del universo).

Regresaron a casa, ya era tarde, y después de cenar, el pequeño se acostó con la sensación de que ese día, había ocurrido algo, pero como era un crío, unos seis años, se durmió a los dos minutos y no volvió a recordar esta historia.

Más de treinta años después, el niño se convirtió en un hombre capaz de pronunciar casi con claridad la letra erre. Una noche en que la luna resplandecía entre nubes con formas, escribió una pequeña historia dedicada al nacimiento de la dulce Ardilla con la que sueña cada noche, y cuando terminó, pensó que le quedaban todavía muchas cosas por contarle.

09 septiembre 2006

Tocar


Foto: Guitarra de un Gato Callejero

Te colocaré cuidadosamente en el suelo de madera, para contemplar la forma que se intuye debajo de tu vestido negro. Seguiré con un movimiento continuo tu elegante perfil hasta llegar a los corchetes, que iré desabrochando despacio. Clac. Clac. Aparecerás desnuda, reposando sobre la ropa abierta, y tu cuerpo destacará del fondo negro por el color de fuego de tu piel. Mis manos te recorrerán desde arriba hasta abajo, y te estremecerás emitiendo una casi imperceptible vibración. Te engancharé a mi cuerpo con una correa negra y con tu consentimiento, para que estemos atados, libremente atados. Emitirás un sonido breve cuando establezca la primera conexión, mezclando la sorpresa con el placer, y mis dedos se colocarán en los lugares exactos para provocar tus gemidos más agudos y tu respiración más profunda, mientras mi cuerpo te empuja con suavidad, rítmicamente. La temperatura alcanzará su punto más alto, y cuando me pidas que me detenga, extenuada, lo haré despacio. Al terminar, me dirás que no quieres vestirte, que prefieres permanecer desnuda, y me pedirás que no afloje la correa, porque necesitas sentir que sigues pegada a mí.

Hoy tengo ganas de tocar(te).