01 noviembre 2010

La calle Real, 1 de noviembre

La calle Real es la arteria principal del pueblo en el que vivo. Te lleva directamente a la Plaza de Toros, a la Policía, al Hospital o al Cementerio. España está condensada en los posibles destinos de esta monárquica calle, y hoy, es día de flores y homenajes a los muertos.


He salido a comprar el pan y el periódico, y me he cruzado con una señora que llevaba varias bolsas del supermercado. La frase de la bolsa, en grande dice algo parecido a: “Ahorra Más, porque tú te lo mereces todo”. De la bolsa, sobresalen flores de plástico de colores vivos, y la mujer camina por la acera derecha, la que lleva al cementerio. Colores vivos para los muertos, “tú te lo mereces todo”, no puedo evitar sonreír ante esta macabra casualidad.


Una chica me para con el fin de pedirme dinero, “por favor, ¿me podría dejar 40 céntimos que me faltan para llamar?”, no entiendo por qué me pide una cantidad tan concreta, la noto desorientada, quizás no sepa que está en la calle de los toros, del hospital, de la poli, del cementerio.


Ya tengo el periódico, finísimo hoy, y leo alguna noticia triste, como la del accidente de coche de ayer, en Soto, en el que falleció una criaturita de 9 meses. Pienso en los muertos, los que de verdad están muertos, también en los que, estando muertos, siguen muy vivos, y en la cantidad de gente que conozco que, por muy vivos que estén, están más muertos que los habitantes del cementerio que hay al final de la calle, la calle de los reyes, la del hospital y de la poli, la de los toros toritos guapos.

Vuelvo a casa saturado de nubes grises en mi corazón, y cuando llego, no hay correos, no hay llamadas, sólo mis tortugas rusas que me miran con cara de hambre, como si leer a Dostoïevsky les hubiese abierto el apetito.


Quizás el único momento interesante del día, de esta mañana surrealista y española, ha sido el comentario de la panadera, la más mona de las tres, que, mientras me atendía, expresaba en voz alta el hambre que tenía. “Ya va siendo hora de desayunar”, le digo, amablemente. Me sonríe, y añade: “sí, porque tengo tanta hambre que me comería a un cliente…”, me despido, mientras termina su frase, comprometedora: “¡enterito!”… en la panadería sólo hay dos señoras muy mayores, con flores para muertos, y yo. Al salir, noto el mordisquito virtual de la panadera real en mi nuca, instintivamente, me doy la vuelta, y me está mirando, sonreímos de nuevo, los dos, agradezco la simpatía de su piropo con la mirada, ella lo sabe; me marcho, tengo dos tortugas hambrientas que también me están esperando, dos guitarras desafinadas, y toda una tarde silenciosa por delante, en la que, probablemente, se me vuelva a escapar una lagrimita. Pero esa lagrimita me estará diciendo que estoy vivo, que todavía no ha llegado el momento de ir al hospital, o al cementerio, el que está al final de la calle Real.

Foto, Juanjo