La Noche
Me puse tan elegante para la ocasión que arranqué así su primera sonrisa de la noche. Supongo que sonrió también por la cara de idiota que se me quedó al verla. Yo, trajeado, que ya es bastante cómico, y dibujando con los ojos el contorno de su cuerpo, delicadamente cubierto por un vestido imposible. “¡Qué guapa eres!” (¡Qué original soy!).
En mi casa, todo estaba preparado para una cena apetitosa, de las que despiertan todos los sentidos. El equipo de música simulaba con calidad digital el sonido particular de los discos analógicos, y la luz tenue recordaba la letra de una vieja canción. Olía bien, el horno, otro de mis aliados, terminaba de cocinar el plato fuerte, patatas con salmón, que había improvisado para ella. Sentados en el sofá, compartíamos exquisitos entrantes, langostinos frescos, foie con confit de frambuesa, tostas de queso fundido, y un buen vino. Nuestra conversación era fluida, y sin pactarlo, vi que habíamos despedido por esta noche al Pasado, tan inoportuno a veces, así que sólo estábamos ella, yo, y ese algo mágico que se va creando en el ambiente y que no tiene nombre. Solemos comer despacio, y tras un par de horas, y dos botellas vacías, se estiró y me dijo que se iba a tumbar, mientras yo preparaba la fondue de chocolate con frutas variadas. Toda la casa olía a chocolate. Me levanté para ir a la cocina, pero me retuvo y me regaló un beso inesperadamente explícito. Con las piernas temblando, fui a por el postre, y al volver, la imagen con la que me encontré es una de las más bellas que jamás he visto. Estaba tumbada, recostada de lado, y la postura de sus piernas dejaba ver el tipo de medias que había estrenado para esta noche especial. Sus ojos brillaban ante la luz de la vela que traspasaba con descaro el rojo sobrante de una de las copas de vino, creando un reflejo parecido a un pequeño rayo láser. Tropecé, y pese a mantener el equilibrio, una gota de chocolate se lanzó hasta mi camisa como queriendo salvar su vida. Nos reímos como dos niños. “Espera, voy a mojártelo un poco para que no quede mancha”. Empapó la punta de una servilleta y se puso a limpiar despacio, con mucho cuidado, el circulito chocolatero que había alcanzado mi pecho como un disparo de pistola. Al frotar a un ritmo tan lento, no pude evitar estremecerme. Ella lo notó y, dejando la servilleta, desabrochó dos botones, como para comprobar si el chocolate había alcanzado mi piel. Efectivamente, había una pequeña traza del accidente, que se puso a limpiar con la boca mientras mis manos, inevitablemente, se posaban como dos naves en el planeta de su cuerpo. Jamás pensé que unos labios pudieran tener tanta fuerza. Mi excitación fue en aumento y mis manos pasaron de su espalda hasta sus hombros, deslizando una parte del vestido hasta mostrarme la única prenda inquebrantable, capaz de resistir sus senos sin caer rendida. Llevaba un sujetador de color negro que dejaba entrever en cada copa el color rosáceo que coronaba las cumbres, y pensé en el privilegio de tan honrosa misión: era el encargado de sostener y proteger una de las zonas más sensibles de su cuerpo. Qué suerte. Por respeto, lo bordeé con las yemas de mis dedos, como si estuviera reconociendo la forma para un catálogo de lencería para ciegos. Dicen que en momentos de excitación, el tamaño del pecho aumenta hasta un veinte por ciento. No se me dan bien las matemáticas, pero fui testigo de la lucha que se inició entre sus dos preciosas formas de mujer y el sujetador, como si sus senos quisieran liberarse por la fuerza, y aunque la prenda privilegiada se resistía, las puntas iban ganando terreno, tensando la tela. Para calmar el efecto, creí que lo mejor era besarlas, pero el resultado fue el opuesto. Su cuerpo se alteró aún más y noté que había dejado de jugar con sus labios y ahora respiraba con más fuerza. Mi lengua humedeció la fina tela calada, y al sentir esa humedad, su boca emitió, sin abrirse, un sonido sin vocales. Sus manos agarraron mi pelo y tiró hacia atrás, como reteniendo mi acción, como si me estuviera apartando por precaución, y al separarme un poco pude ver su cara, con los ojos entreabiertos mientras sus piernas se iban abriendo y acoplando mi cuerpo al suyo. No dejábamos de movernos, y nos besamos otra vez, ahora con un ímpetu tal que creí que íbamos a rompernos las mandíbulas. Fue ella la que llevó de nuevo mis manos hasta su pecho, y esta vez, decidí que la ropa estaba de más entre nosotros, así que liberé sus senos agradecidos y entre convulsiones, sus manos buscaron mi deseo creciente para acercarlo al suyo... ... ... ... ... ... ...
Aquella noche fue tan larga que duró tres días. Desde ese momento, cada vez que enciendo una vela, veo el brillo de sus ojos, y recuerdo su cuerpo, y pienso que Dios y el Diablo no deberían jugar y hacer apuestas, porque acabarán perdiendo, los dos.
En mi casa, todo estaba preparado para una cena apetitosa, de las que despiertan todos los sentidos. El equipo de música simulaba con calidad digital el sonido particular de los discos analógicos, y la luz tenue recordaba la letra de una vieja canción. Olía bien, el horno, otro de mis aliados, terminaba de cocinar el plato fuerte, patatas con salmón, que había improvisado para ella. Sentados en el sofá, compartíamos exquisitos entrantes, langostinos frescos, foie con confit de frambuesa, tostas de queso fundido, y un buen vino. Nuestra conversación era fluida, y sin pactarlo, vi que habíamos despedido por esta noche al Pasado, tan inoportuno a veces, así que sólo estábamos ella, yo, y ese algo mágico que se va creando en el ambiente y que no tiene nombre. Solemos comer despacio, y tras un par de horas, y dos botellas vacías, se estiró y me dijo que se iba a tumbar, mientras yo preparaba la fondue de chocolate con frutas variadas. Toda la casa olía a chocolate. Me levanté para ir a la cocina, pero me retuvo y me regaló un beso inesperadamente explícito. Con las piernas temblando, fui a por el postre, y al volver, la imagen con la que me encontré es una de las más bellas que jamás he visto. Estaba tumbada, recostada de lado, y la postura de sus piernas dejaba ver el tipo de medias que había estrenado para esta noche especial. Sus ojos brillaban ante la luz de la vela que traspasaba con descaro el rojo sobrante de una de las copas de vino, creando un reflejo parecido a un pequeño rayo láser. Tropecé, y pese a mantener el equilibrio, una gota de chocolate se lanzó hasta mi camisa como queriendo salvar su vida. Nos reímos como dos niños. “Espera, voy a mojártelo un poco para que no quede mancha”. Empapó la punta de una servilleta y se puso a limpiar despacio, con mucho cuidado, el circulito chocolatero que había alcanzado mi pecho como un disparo de pistola. Al frotar a un ritmo tan lento, no pude evitar estremecerme. Ella lo notó y, dejando la servilleta, desabrochó dos botones, como para comprobar si el chocolate había alcanzado mi piel. Efectivamente, había una pequeña traza del accidente, que se puso a limpiar con la boca mientras mis manos, inevitablemente, se posaban como dos naves en el planeta de su cuerpo. Jamás pensé que unos labios pudieran tener tanta fuerza. Mi excitación fue en aumento y mis manos pasaron de su espalda hasta sus hombros, deslizando una parte del vestido hasta mostrarme la única prenda inquebrantable, capaz de resistir sus senos sin caer rendida. Llevaba un sujetador de color negro que dejaba entrever en cada copa el color rosáceo que coronaba las cumbres, y pensé en el privilegio de tan honrosa misión: era el encargado de sostener y proteger una de las zonas más sensibles de su cuerpo. Qué suerte. Por respeto, lo bordeé con las yemas de mis dedos, como si estuviera reconociendo la forma para un catálogo de lencería para ciegos. Dicen que en momentos de excitación, el tamaño del pecho aumenta hasta un veinte por ciento. No se me dan bien las matemáticas, pero fui testigo de la lucha que se inició entre sus dos preciosas formas de mujer y el sujetador, como si sus senos quisieran liberarse por la fuerza, y aunque la prenda privilegiada se resistía, las puntas iban ganando terreno, tensando la tela. Para calmar el efecto, creí que lo mejor era besarlas, pero el resultado fue el opuesto. Su cuerpo se alteró aún más y noté que había dejado de jugar con sus labios y ahora respiraba con más fuerza. Mi lengua humedeció la fina tela calada, y al sentir esa humedad, su boca emitió, sin abrirse, un sonido sin vocales. Sus manos agarraron mi pelo y tiró hacia atrás, como reteniendo mi acción, como si me estuviera apartando por precaución, y al separarme un poco pude ver su cara, con los ojos entreabiertos mientras sus piernas se iban abriendo y acoplando mi cuerpo al suyo. No dejábamos de movernos, y nos besamos otra vez, ahora con un ímpetu tal que creí que íbamos a rompernos las mandíbulas. Fue ella la que llevó de nuevo mis manos hasta su pecho, y esta vez, decidí que la ropa estaba de más entre nosotros, así que liberé sus senos agradecidos y entre convulsiones, sus manos buscaron mi deseo creciente para acercarlo al suyo... ... ... ... ... ... ...
Aquella noche fue tan larga que duró tres días. Desde ese momento, cada vez que enciendo una vela, veo el brillo de sus ojos, y recuerdo su cuerpo, y pienso que Dios y el Diablo no deberían jugar y hacer apuestas, porque acabarán perdiendo, los dos.